martes, febrero 07, 2012

Corazón de sandía

En Chile, febrero es sinónimo de verano. Aunque no salgamos ni a la esquina y trabajemos como chinos, las altas temperaturas lo recuerdan constantemente. Para los más afortunados, significa vacaciones. Y, otra palabra que me carga "veraneo". Me imagino playas repletas de gente, bajo un sol abrasador, con la arena hirviendo y pasado a aceite de coco, cuchufliés, donde el ruido del oleaje debe competir con los gritos de los niños y los alaridos de los teams de verano. Eso nuna me ha gustado. Talvez, durante mi época taquilla puber hice como que me gustaba un poco, porque aborrecerlo equivalía a muerte social. Con los años, cuando todo lo que pensaran los demás dejó de importarme, volví a odiarlo sin remilgos. Cuando pienso en vacaciones, pienso en algo menos sociable, sin ser del todo "ermitaño": amigos, paisajes lindos, comida rica, pasarlo bien, carretes...


Hoy, comiendo una deliciosa sandía que me trajeron de regalo, recordé lo eternos que parecían los veranos cuando era niña. Siempre salíamos en febrero, aunque el destino a veces variaba: normalmente íbamos al campo de mi abuelo materno en Limache. Si no, a Salamanca, tierra de brujas, donde nació mi abuela paterna y de donde proviene la deliciosa sandía que disfruto hoy. Otras veces fuimos a Tongoy o a La Serena. Más tarde, en la época púber, Morrillos y Pucón. Pero mis recuerdos de los veranos eternos comiendo sandías, duraznos, melones, frutillas y los mejores tomates del mundo (arrancados de la mata y comidos a mordiscos, con sólo un poquito de sal, que llevábamos envuelto en una servilleta en nuestros paseos por el huerto), son en Limache. Veranos antes de que la adolescencia me convirtiera en un ser inseguro y atormentado, y donde la perspectiva de pasar un mes entero en un campo se me asemejaba a una tortura.


Tardes interminables bajo el sol, paseando por el jardín de mi abuela, imaginando mil cosas: juegos, coronas de sauces, cuentos...una vez me dio por hacer revistas y otra, un campamento de barbies. Tenía una casa de muñecas rosada, que una tía arquitecta me hizo con cuatro puertas de demolición, donde jugaba a las tacitas y que cada verano redecoraba con distintos muebles y cojines robados de la casa de mis abuelos. Con las distintas flores y plantas del jardín, inventaba unos suculentos platos para mis muñecas y mis amigas. Algunas tardes experimentaba en la cocina y, siguiendo las recetas de un libro de recetas para niños (uno verde, con un osito en la portada), hacía tortas. Sobre todo, para mi abuelo, que estaba de cumpleaños el 8 de febrero y esa celebración reunía a la familia, que llegaba desde distintos lugares a compartir con él ese día. También recuerdo mis originales modos de juntar plata, organizando rifas donde hacía participar a toda la familia (abuelos, tía abuela, bisabuelos, tíos, nanas).


Me habían enseñado que "sólo los niños tontos se aburrían" y además iba a ese mes de vacaciones con mis libros, mis juguetes y todo lo que me gustaba hacer. Para una Navidad, me regalaron un costurero y estuve muy ocupada haciendo vestiditos para las muñecas y jugando a operar a los peluches y muñecas de trapo. Otro año, me dio con creerme peluquera: varias de mis barbies acabaron rapadas, con melenitas cortas o de pelo negro. Mi mamá sufría con mis ocurrencias y juraba que no me regalaría una barbie más, porque no las cuidaba.


Aunque sabía entretenerme sola, a veces echaba en falta el tener amigos de mi edad con quién jugar...a los siete u ocho años, no invitas amigas del colegio a pasar un mes de vacaciones. Mis hermanos eran muy chicos y mis primos guaguas. Pero, tenía una prima de segundo grado que veraneaba en Olmué, que aunque era seis años menor, me apañaba con todas mis tonteras. Y también estaban los hijos de la gente que trabajaba en el campo, que también iban felices a "tomar té" a mi casita de muñecas.Y a veces llegaban visitas con sus niños y ahí contaba con amiguitos con quien jugar.


Normalmente, pasaba las tardes jugando en el campo y bañándome en la piscina (una de esas plásticas azules, con forma de "chiquitín", que años más tarde, hubo que reemplazar, porque una vaca se cayó adentro y con sus patas le hizo un hoyo imposible de parchar). Pero, a veces nos llevaban de paseo: a Olmué, a tomar helados y visitar a las primas; a Viña, a visitar a los tíos; a tomar té en el Riqué; a pasear por Valparaíso...Pero mi lugar favorito era el Farenheim, que queda en el pueblo de Limache: una maravillosa hostería alemana, donde tomábamos un té delicioso, con strudhel de manzana y café helado, unas piscinas que a mí se me hacían gigantescas, y un inmenso parque, con juegos y área de pic nic. Un paraíso.


Y así pasaban los días de febrero de mi infancia. A veces, tomaba la bicicleta y pedaleaba por horas, dando vuelta por los potreros. A caballo no. El tata tenía su yegua y a veces nos daba una vuelta. Pero para andar sola a caballo, no tenía permiso, debían acompañarme. Un par de veces, cuando tenía más de nueve años, acompañé a mi abuelo al potrero, cada uno en su caballo. Pero no me sentía cómoda, nunca supe controlarlo bien. Prefería la bicicleta, porque me podía meter por donde quisiera. Sólo una vez me caí: me tropecé con una coronta de choclos. Estaban secando choclos al sol y uno se salió de la hilera. No lo ví y volé por los aires con mi bicicleta. Ese fue uno de los últimos veranos de mi infancia, creo que el '92.


Ese año ocurrirían muchos cambios: nos fuimos a una casa enorme, enclavada en los cerros, comenzó ese tormento que llaman "adolescencia" y empecé a pensar en veraneos con amigas, playas y amores de verano. Además, los veranos ya no parecían eternos como antes, y había que aprovechar cada minuto de sol, cada oportunidad para conocer a alguien y cada ocasión para cosechar una nueva anécdota que llegar a contar en marzo. En algún momento, el temido y odiado marzo se volvió simpático, ante la perspectiva de volver a ver a las amigas del cole y al amor platónico. Pero eso fue sólo una fase, después marzo volvió a su desafortunado sitial. En todo caso, Limache ya no me atraía para pasar las vacaciones, a diferencia de mis hermanos, que siguieron yendo en enero, hasta que mi abuelo se enfermó. Para febrero, mi familia se iba ahora a Pucón, donde nuevas historias se tejerían.


Cuando mi abuelo murió, sus hijos vendieron las tierras cultivables y uno de mis tíos compró los derechos de los demás, convirtiendo Limache en su parcela de agrado. Me alegra que lo haya hecho, es un lugar precioso, que tras la muerte de mi abuelo había languidecido (mi abuela no quiso hacerse más cargo, talvez los recuerdos de toda una vida le traían demasiada nostalgia). Ese tío ha "resucitado" ese lugar, pero aunque siempre me dice que la casa está a mi disposición, ahora todo es diferente. Es que también yo ya no soy la niña de ocho años que gozaba comiendo sandías, tomates y dulces de la Ligua.