Hace un año llegué a esta pequeña ciudad del norte de España. Una ciudad que, a pesar de las diferencias culturales (que tampoco son tantas) y de lo diferente que es la forma de ser de su gente, me ha recibido muy bien. Me siento, con orgullo, una 'guiri adoptada'. Orgullosa por partida doble: de ser una guiri (extranjera), porque soy chilena y amo mi país. Y de que esta tierra me haya acogido con los brazos abiertos, también me pone contenta.
Con Pamplona me ha pasado algo curioso: la amo y la odio. Algunos días la encuentro preciosa y otros, horrible. Todavía no me acostumbro a sus horarios y echo de menos a mi gente y el pisco sour. Lo gracioso, es que cuando estoy en Santiago, me pasa algo parecido: también amo y odio mi ciudad. Y sé que cuando vuelva, echaré de menos a mis amigos de acá y los pintxos.
¡Un año! Han pasado muchas cosas: he viajado, he estudiado, he llorado, he reído, he rabiado, he carreteado, tuve un lindo reencuentro con mi pololo en diciembre y luego vino una nueva despedida, más triste que la primera...¡y lueguito se viene el reecuentro definitivo!¡qué emoción!
Vengo de una familia que ama Europa y a España. Pero, la imagen que yo me había forjado de este país era muy distinta. La verdad, debo confesar que me voy con un mejor concepto de España y su gente del que tengo ahora. También me di cuenta lo diversa que es esta tierra. Por otro lado, he conocido a gente que viene de países hispanoamericanos y me he dado cuenta lo parecidos que somos todos. Y ahí viene lo paradójico: hay más similitud entre un mexicano y un chileno, que están a miles de kilómetros de distancia, separados por un montón de países; que entre un andalúz y un navarro, que pertenecen al mismo país y que sólo los separan unas ocho horas en tren.
Es gracioso pensar que las dos ciudades en las que he vivido, Pamplona y Santiago (también viví en Chicago, pero de esa época no me acuerdo, porque era guagüita), me producen la misma sensación: amor-odio. De Santiago, odio que sea tan grande, tan desordenada, peligrosa y contaminada. De Pamplona, su clima cambiante, sus horarios (cierran TODO de dos a cinco y los domingos no hay nada abierto), el carácter de su gente (un poco bruscos y directos para lo suaves y ambiguos que somos los chilenos) y sus horrorosos edificios de ladrillo. De Santiago, amo su cordillera nevada, el centro con sus iglesias y mansiones antiguas, el parque Forestal, el Santa Lucía, y algunos barrios, donde se conserva la armonía y las áreas verdes, sobre todo aquellos donde se conservan preciosas casas antiguas o edificios modernos, pero con estilo. De Pamplona, sus parques, su casco viejo, que sea pequeñita y poderla recorrer completa a pie, sus plazas llenas de niñas jugando, el claustro gótico de su catedral.
Otras ciudades que he visitado, las he amado u odiado. Por ejemplo, Florencia, Siracusa o Barcelona, ¡las amo! De Chile, Viña del Mar y Puerto Varas. En cambio, odié Nápoles, y Calama la encuentro simplemente espantosa. Pero yo no sé que pasaría si me tocara vivir en ellas. No sé si a Pamplona y Santiago las amo-odio porque vivo en ellas y conozco sus dos caras. Yo creo que es eso. Imagino que toda ciudad tiene sus cosas buenas y sus cosas malas. Y cuando vamos de viaje, sólo vemos una cara. La que nos muestra quien nos pasea o la guía turística que consultamos.
A mí me pasó eso cuando estuve en Phnom Pehn, capital de Camboya: estando ahí tres días, conociendo sus mercados, palacios y monumentos, nunca me enteré que existía un enorme basurero donde niños pequeños trabajan ahí, recolectando basura para venderla para el reciclaje, sufriendo todo tipo de explotaciones y abusos. Obviamente, ví pobreza en sus calles, niños que mendigaban, algunos menores de siete años. Sobrecogedor, realmente. Fue la primera vez que ví a mi abuelo con lágrimas en los ojos. Pero jamás imaginé lo que hacía otros niños: trabajando unas veinte horas diarias recogiendo la basura, maltratados y perseguidos por las mafias, pésimamente mal alimentados. Sin comentarios. Me enteré de eso dos años después y por casualidad, porque conocí a una familia española que iba a pasar allí sus veranos haciendo voluntariado, para intentar acabar con esa situación.
Volviendo a mi estadía en Pamplona, recuerdo lo difícil que fue al principio. El primer mes, aunque todo es novedad y yo soy bastante optimista, fue complicado. Echaba mucho de menos y casi no tenía amigos. No me atrevía a contar en Chile que estaba nostálgica, porque no quería preocuparlos y además, como vine porque quise, tenía que bancármelas solita y apechugar. Sabía que todo era cuestión de tiempo. Y lo fue. Con mis compañeras de depto, unas españolas del Opus Dei, me llevaba bien, pero no conseguí nunca tener con ellas la confianza que me hubiese gustado. Yo les conté mi vida entera, pero ellas jamás fueron tan abiertas conmigo. Después de casi un año viviendo con ellas, creí que se había generado algún vínculo entre nosotras, pero ahora lo dudo. Ya escribiré algún día sobre eso. Todavía no puedo, debe pasar más tiempo.
La cosa es que, aunque en mi 'piso', el ambiente era bueno y tranquilo (talvez demasiado, jijiji, a mí igual me gusta carretear); yo necesitaba algo más: gente con la que yo sintiera que nuestra amistad era recíproca, que si yo les contaba todo, ellos también a mí. Hoy, un año después, puedo decir orgullosa que lo encontré. Conocí mucha gente, pero como siempre en la vida, uno conserva pocos amigos de verdad, pero buenos. Debería decir buenísimos, con los que, guardando las proporciones, he forjado amistades como las que me esperan en Chile. Aobviamente, no es lo mismo, porque las circuntancias no lo son. Pero, me siento querida a ambos lados del Océano. Y eso me hace muy feliz. Tengo varios rincones del mundo a los cuales llegar y ellos saben que, en el fin del mundo, esta chilenita rubia, bajita, que habla hasta por los codos con su voz chillona y sus deslenguados modismos, les espera con los brazos abiertos.